Friday, April 2, 2010

LA SALUD INSALUBRE
CAPITULO 1

Se despertó de a poco. Lo primero que notó fue que sus manos y sus pies se encontraban atados y casi no podía moverlos. “Debo estar preso o en un campo de concentración”, pensó en uno de sus pocos momentos de lucidez. La combinación de su demencia, la hipoxemia, la neumonía y la sepsis se encargaban de mantenerlo confuso la mayor parte del tiempo en que estaba despierto, aunque estaba dormido casi todo el día bajo el efecto de las drogas que su enfermera puntualmente le administraba.
Tampoco podía hablar ni pedir ayuda ya que un tubo se internaba por su boca y pasaba por su garganta hacia los pulmones. Claro, el no sabía que ese tubo lo ayudaba a respirar. Quería rascarse la nariz, pero no podía y eso lo hacía desesperar y ponerse furioso. Su nariz también se encontraba penetrada por otro tubo más fino, la sonda enteral, que se dirigía hacia su intestino pasando por su estómago, y por el cual lo alimentaban. Sentía una sensación urgente de orinar, pero no sabía que otro tubo más, insertado en su pene, vaciaba su vejiga en forma permanente. Por su orificio anal, para variar, se insertaba aún otro tubo más que se encargaba de vaciar su recto debido a la diarrea que la alimentación provista por la sonda enteral le provocaba.
Por la vena cefálica de su brazo derecho se introducía un catéter, una vía endovenosa. Por él le pasaban líquido y medicaciones. Por su cuello, otro catéter, éste de mayor calibre, se introducía en su vena yugular interna y servía para la administración de las drogas más potentes que mantenían su presión arterial en un rango compatible con la vida. De tanto en tanto, sentía un dolor agudo en la parte izquierda de su tórax por donde tenía colocado un tubo de nueve milímetros de espesor que tenía la función de drenar el aire que se había filtrado en su cavidad pleural debido a una lesión pulmonar que el respirador artificial había producido.
Su desesperación tuvo un clímax en el cual sus movimientos violentos casi logran dislocar el tubo que lo conectaba al respirador. En ese momento, la enfermera entró en su habitación y le administró dos miligramos de lorazepan para sedarlo nuevamente. Joseph sintió una paulatina sensación de mareo y tres minutos después estaba dormido nuevamente.
Cuatro horas más tarde un agudo pinchazo en el brazo lo despertó repentinamente. Ya eran las seis de la mañana y, como todas las mañanas a esa hora, el personal del laboratorio hacía su recorrida recolectando las muestras de sangre para los análisis diarios de todos los pacientes de la Unidad de Cuidados Intensivos. Media hora más tarde, en medio de su sueño inducido, sintió que lo aferraban por los brazos, lo inclinaban hacia adelante y colocaban entre su espalda y la cama una plancha fría de metal. Era la radiografía de tórax que le sacaban todas las mañanas.
Con sus 92 años, desnutrido, sus huesos bien marcados a través de su fina y arrugada piel, casi postrado en cama la mayor parte del día, viviendo en una residencia para ancianos desde hacía casi ocho años, Joseph había renunciado a la vida hacía ya mucho tiempo. El problema era que no lo dejaban morir. Era su cuarta internación en Terapia Intensiva en los últimos tres años y en todas, obviamente, lo habían “salvado”, la medicina había logrado el milagro de que siguiera viviendo. No importaba si eso era lo que Joseph quería o lo que sus médicos o enfermeras pensaran que era apropiado. Casi sin parientes, sólo una prima lejana, llamada Isabella, visitaba a Joseph en el hospital y se había convertido en su “guardiana legal”. Isabella era la que tomaba las decisiones que tenían que ver con los todos los aspectos, incluidos los médicos, de la vida de Joseph. No había mucho que decidir, sólo administrar los pocos bienes que le quedaban y que sus cuentas médicas y su geriátrico iban consumiendo lenta, pero inexorablemente. Y respecto a los tratamientos de Joseph, las instrucciones de Isabella eran que se hiciera todo lo necesario para mantenerlo con vida. Por suerte para Isabella, pero por desgracia para Joseph, no era su cuerpo ni su mente las que sufrían las consecuencias de tal decisión. El que las padecía era el pobre Joseph y, en este momento en particular, hubiera maldecido a su prima Isabella cada minuto del día si su discapacitado cerebro hubiera sido capaz de identificarla como la responsable de la situación en la que estaba envuelto.
La culpa de la odisea involuntaria de Joseph podía rastrearse a una internación que sufriera unos años antes, fue entonces cuando ingresó en Terapia Intensiva por primera vez. Había sido internado por una pancreatitis aguda y su pronóstico era reservado. Sus pulmones habían sido afectados y era posible que requiriera asistencia respiratoria mecánica, el término técnico que los médicos utilizaban para indicar que el paciente podría necesitar un respirador. El médico de guardia que atendió a Joseph en ese momento le dio su informe a Isabella y, al final de la conversación, al referirse a la gravedad del cuadro y a las posibles complicaciones, que incluían la muerte, le hizo la pregunta fatídica:
“¿Quiere que hagamos todo?”
Isabella, horrorizada, respondió de la única manera en que alguien en su sano juicio podía responder ante tal disyuntiva: “Por supuesto que sí, hagan todo lo que sea necesario”. En su cabeza no entraba otra cosa que no fuera hacer todo lo posible para salvar la vida de su familiar. Claro que las opciones de Isabella, planteadas de esa manera, no eran verdaderas opciones. Como el ladrón que nos pregunta: “la billetera o la vida” no nos está dando una verdadera elección, tampoco el médico en ese momento le planteaba una opción válida para decidir sobre la vida de Joseph. Y ese problema se repetía miles y miles de veces, todos los días, alrededor del mundo. El médico poco expresivo y con poco tiempo, que no brinda un panorama claro y completo de lo que significa confinar a estos pacientes a tratamientos que son crueles y que muchas veces sólo prolongan una agonía. Un agonía que no tiene nada que ver con prolongar una vida.
Y, a partir de ese momento, nunca más había tenido una discusión seria y completa con los médicos sobre la salud de Joseph y las alternativas para su tratamiento. Y su médico de cabecera, el Dr. John Pine, no se había involucrado demasiado en su seguimiento.
Por consiguiente, cada vez que la salud de Joseph se deterioraba y llegaba a un punto crítico, las instrucciones en el geriátrico y en el hospital era que debía someterse a Joseph a todo tratamiento necesario para mantenerlo con vida.
En la habitación de al lado, Francesca Olivieri, había sufrido un accidente cerebrovascular isquémico que le había paralizado el lado derecho del cuerpo y la había dejado con una afasia expresiva, es decir, la imposibilidad de hablar. Pero conservaba la capacidad de comprender lo que le decían. Con sus ochenta y nueve años, los dolores intensos de su artrosis que afectaba varias articulaciones y el aislamiento que sufría la mayor parte del día de sus familiares y el mundo exterior en general, Francesca hubiera preferido que su enfermedad terminara con su vida. Después de todo, había vivido una vida plena y feliz, rodeada de hijos y nietos y nunca había pensado que, a su edad, debiera pasar por tal odisea. Por suerte o por desgracia para Francesca, según como se lo mirara, su familia había llamado a la ambulancia rápidamente ni bien notaron los primeros síntomas y, en pocos minutos, estaba en camino al hospital y recibiendo el tratamiento para su afección. Le habían administrado fibrinolíticos, drogas muy potentes de última generación que son capaces de disolver un coágulo en minutos y destapar la arteria comprometida. Pero también tienen sus efectos adversos al inhibir por un tiempo los mecanismos de la coagulación que constantemente monitorean y subsanan las pérdidas de sangre que sufren los vasos sanguíneos. En el caso de Francesca, el tratamiento no había sido exitoso, pero además se había complicado con una hemorragia en su ingle derecha, por el cual los médicos habían introducido un catéter, que le había producido en la zona un hematoma gigante, muy doloroso e incómodo. Éste se había extendido al área retroperitoneal por lo cual se había producido una anemia aguda que comprometía su vida y que requería de transfusiones de glóbulos rojos que, en ese momento, pasaban a través de la vía endovenosa. Francesca llevaba cuatro días internada, pero, para ella, parecían cuatro meses, los peores cuatro meses que recordara de su vida. Si hubiera podido expresarse claramente, hubiera pedido a los médicos y a su familia que la dejaran morir tranquila, que su vida ya no valía la pena si tenía que vivirla de esa manera.
Su medico de cabecera también era el Dr. Pine que la había atendido desde hacia veinte años. Había desarrollado una relación muy especial con él y respetaba cada directiva y cada tratamiento que el doctor había indicado. Pero el Dr. Pine jamás le había planteado a su paciente las conductas a seguir en caso de que se produjera un evento grave como el que estaba viviendo. El sentido común y las recomendaciones médicas sugerían que a partir de cierta edad era importante que los médicos discutieran con sus pacientes lo que el paciente deseara que se hiciera en caso de sufrir una enfermedad o evento potencialmente fatal, lo que se llamaba, “directivas de avanzada”. En esas directivas, el paciente decidía qué era lo que debiera hacerse o no hacerse en caso de que tal o cual evento afectara su salud. Por ejemplo, si sufría un paro-cardiorrespiratorio, ¿debía reanimársele? Si sufría una insuficiencia respiratoria, ¿debía ser asistido por un respirador? Con esas directivas establecidas de antemano y puestas por escrito, en la mayoría de los casos, los médicos podían respetar los deseos de los pacientes que, al fin al cabo, tenían poder absoluto, o debieran tenerlo, sobre su salud, y, en definitiva, sobre su cuerpo. Ante la ausencia de estas directivas y si el paciente se encontraba imposibilitado de tomarlas llegado el momento de la crisis, el personal de la salud recurría a los familiares para tomar esas decisiones asumiendo que, en la mayoría de los casos, los familiares actuarían en el mejor interés del paciente o siguiendo sus deseos, si alguna vez se los hubiera manifestado.
Pero el Dr. Pine era un médico entrado en años y no había sido entrenado en esta rutina tan importante, ni se había preocupado de interiorizarse en el tema. En sus épocas de residente, no había respiradores, ni resucitación cardiopulmonar, ni drogas vasopresoras, ni mucha ciencia para mantener a los pacientes críticos con vida. Al llegar a estas instancias, los pacientes simplemente se morían.
Ahora, la medicina, ayudada por la tecnología, había avanzado enormemente y era posible mantener con vida a estos pacientes e incluso devolverlos a su vida, al estado previo al desencadenamiento de la enfermedad, siempre y cuando ésta fuera reversible. Pero aunque ésta no fuera reversible o curable, había instancias en las cuales las enfermedades hacían crisis agudas que amenazaban la vida, pero que con buen manejo y nuevos tratamientos era posible superar, y volver al estadio previo, o tal vez progresar a un estadio más comprometido, pero seguir viviendo más o menos productiva y dignamente. Los especialistas en medicina crítica eran los que se encargaban de dirigir estas unidades de Cuidados Críticos y tratar a estos pacientes. Una especialidad relativamente nueva había surgido de las salas de recuperación post-operatorias que generalmente atendían los anestesistas y los mismos cirujanos. También había tenido mucha influencia la atención de pacientes traumatizados y heridos en la guerra de Corea y Vietnam, como así también el surgimiento de la Unidad Coronaria para la atención de los pacientes cardíacos y la introducción del desfibrilador. Así surgió la Unidad de Terapia Intensiva como el lugar en el hospital adonde se atendían todos los pacientes críticos.
El advenimiento de las cirugías ambulatorias donde el paciente no queda internado, de procedimientos de diagnóstico y tratamientos cada vez más sofisticados y rápidos que no requieren de la internación del paciente, el aumento explosivo de los costos de la salud de las ultimas décadas y la presión de los seguros de salud y las agencias gubernamentales para reducirlos, habían provocado que los intensivistas pensaran que, con el tiempo, todo el hospital se convertiría en una Terapia Intensiva gigante. De hecho las terapias ya se estaban fragmentando y superespecializando según las patologías que atendían y era corriente que hubiera una terapia intensiva médica, una terapia quirúrgica para los pacientes de cirugía, terapias de neurointensivismo, terapias respiratorias, unidades de quemados, unidades de dolor precordial fuera de la unidad coronaria y otras que se dedicaban a patologías o grupos de pacientes con determinadas afecciones. Ya no eran necesarias las salas de clínica médica donde los pacientes se pasaban días y días internados, esperando que los médicos arribaran a un diagnóstico y administraran tratamientos. La mayoría de las veces esto podía hacerse en forma ambulatoria, con mayor confort para el paciente y menores costos para el sistema.
Para el Dr. Pine, éste era un mundo aparte, ajeno a su visión y a su práctica de la medicina. O por lo menos eso parecía… Y si hubiera podido, Francesca lo hubiera maldecido por esa ignorancia o esa indiferencia.
En la habitación de enfrente a la de Francesca, Maria Rosario sufría intensos dolores en sus vértebras. Su cáncer de pulmón se había extendido a sus huesos, a su cerebro y casi ocupaba todo su pulmón izquierdo. Era una paciente terminal, sin embargo, su médico de cabecera que también era su oncólogo, se había empeñado en darle otra ronda más de quimioterapia. Esto la había dejado seriamente inmunosuprimida y le había producido una infección respiratoria grave. Ahora también luchaba contra una infección urinaria producida por un germen altamente resistente que probablemente había adquirido ahí mismo, en la terapia intensiva que se suponía debía aliviarla. Los médicos de terapia no creían que fuera a sobrevivir, los scores Apache II le daban una mortalidad de más del 90%. Aún así, la paciente llevaba doce días en la Unidad, a un costo de más de tres mil dólares por día, entre medicaciones, aparatos y demás.
“Esto es como tirar dinero en el inodoro”, le dijo el Dr. Monet a su jefe de residentes. El Dr. Monet era residente de segundo año y durante dos meses le tocaba rotar por Terapia.
“Tienes razón, pero acostúmbrate, porque tu definición se aplica al 90% de los pacientes que ves internados acá. El sistema está pervertido, está podrido y nadie hace nada al respecto”, le contestó el Dr. Lewis, visiblemente molesto por la realidad que enfrentaban.
“Lo peor es que todo el mundo lo sabe, los números, las estadísticas, los estudios, las investigaciones médicas, todo está bien descripto e investigado. Sin embargo, lo seguimos haciendo, seguimos torturando a los pacientes antes de morir, eso es lo peor de todo. Porque si me dijeras que hacemos todo esto, nos rompemos el alma corriendo atrás de estos pacientes para una buena causa, gastamos todo este dinero para algo bueno, que el paciente tiene una muerte digna, una muerte compasiva, una muerte acompañada con su familia y seres queridos, tal vez entonces sea trabajo bien hecho y dinero bien gastado. Pero nada de eso es así, todo lo contrario”.
El Dr. John Lewis era el jefe de residentes, médico brillante oriundo de la ciudad de Guayaquil, Ecuador. Había emigrado a los Estados Unidos para completar su entrenamiento de post-graduado, su residencia en Clínica Médica. Su comienzo había sido por demás difícil y tortuoso en el hospital al empezar su residencia, hasta se había planteado que eso no era para él, fue tal su depresión e inseguridad al enfrentarse por primera vez seriamente con el trabajo de médico, de médico residente. Las demandas horarias donde a veces trabajaba más de treinta y seis horas seguidas, casi sin dormir, las demandas de estudio, las demandas de sus pacientes, de sus profesores y colegas, habían sido un suplicio difícil de sobrellevar en los primeros meses de residencia.
Como una predicción de lo que serían aquellos primeros meses, en su primer día de trabajo, en camino al hospital había tenido un accidente con el auto que lo había dejado a pie por casi dos meses. Tardaba casi dos horas en ir y otro tanto en volver del hospital, quitándole horas de sueño y de estudio. Estos meses de adversidad, de sufrimiento, de lucha, habían forjado una voluntad de hierro y un carácter que el resto de sus colegas terminarían admirando. Su precisión científica, su capacidad de trabajo, su compasión infinita para con sus pacientes y, sobre todo, su honestidad personal, hicieron del Dr. Lewis un médico respetado y querido dentro de la institución. O por lo menos eso aparentaba……….
El jefe de terapia, el Dr. Arthur Gibbons, era todo un personaje en el hospital. Mujeriego empedernido, soltero, con una casa ubicada en el mejor barrio de la ciudad, excelente médico y profesor. Los residentes lo adoraban, a pesar de su carácter a veces irascible y su poca tolerancia a los errores y a la ignorancia. Se disputaban los lugares para poder rotar por terapia el mayor tiempo posible. Su claridad para explicar los distintos temas y los distintos procesos por los que pasaban los pacientes era notoria, como así también el conocimiento acabado de su especialidad. Se había entrenado en el Memorial Sloan Kettering de Nueva York con uno de los profesores más importantes del momento en el área de Medicina Crítica. Había llegado al Hospital Mount Sinai de Washington contratado por su director que era amigo personal de su jefe en Sloan Kettering. “Te estás llevando uno de los doctores más increíbles que hayas visto”, le había dicho al recomendarlo para el puesto de Director de la Unidad de Terapia Intensiva.
El nombramiento despertó mucha resistencia en el hospital que hasta ese momento carecía de tal posición. Cada médico manejaba sus pacientes a su discreción en lo que se llamaba una “terapia abierta”. La llegada de Arthur había provocado temor y recelo entre los médicos del hospital porque, con el tiempo, ya no serían capaces de tener el control de sus pacientes ni de cobrar por esos servicios, con lo cual también se convertía en un tema de intereses económicos. Pero el hospital iba a seguir adelante con el proyecto, la decisión estaba tomada. Las estadísticas del hospital de los pacientes de terapia eran terribles, muy por debajo de la media nacional y, por otro lado, cada vez más estudios de control de calidad sugerían que las terapias intensivas debían ser manejadas por especialistas entrenados, ya que esto mejoraba la calidad de atención, con una caída en las cifras de morbi-mortalidad y con menores costos.
Las charlas de Arthur con sus residentes eran amenas, a veces dramáticas por la gravedad de las patologías que enfrentaban. En su discurso de bienvenida a los residentes que comenzaban la rotación por terapia, Arthur, para impresionarlos respecto de la seriedad de las situaciones de sus pacientes, les decía:
“¿Saben lo que tomaría para que uno de ustedes, individuos básicamente sanos, tuviera que internarse en una de estas camas? ¡Debería pasarles un camión por encima!”.
Y un día, efectivamente, recibieron un paciente al que le había pasado un camión por encima. La anécdota no dejaba de causarles gracia a los residentes y enfermeras; de tanto decirlo, finalmente había ocurrido. Una mañana se presentó en la sala de emergencias del hospital un señor de unos cuarenta y cinco años, alto, fornido, que dijo que mientras ayudaba a su amigo mecánico que estaba arreglando su camión, éste se deslizó, zafándose de sus fijaciones y literalmente le pasó por encima, dejando incluso la marca de los neumáticos en su tórax. El señor dijo que sintió un poco de dolor en el tórax y algún “crack”, pero nada más. Por lo cual se levantó y se fue caminando al hospital para que lo examinaran. Mientras le contaba esta historia a la enfermera de la sala de emergencias, el paciente se desmayó y entró en estado de shock, por lo cual fue trasladado urgentemente a Terapia. Arthur no podía creer la fortaleza de este individuo, pero evidentemente ahora debían lidiar con las lesiones graves que el accidente le había producido. Tenía fracturadas varias costillas lo cual le comprometía la mecánica respiratoria y también se había lesionado el hígado y el bazo, produciendo hemorragias severas y otras lesiones graves. El tratamiento fue complejo, largo y requirió del esfuerzo mancomunado de todos. Pero afortunadamente pudieron estabilizarlo y salvarle la vida. Luego de más de un mes le dieron el alta y el paciente se fue caminando, tal cual había entrado 30 días antes.
Arthur y John Lewis se habían hecho muy amigos. Compartían los mismos criterios en el cuidado de los pacientes y opinaban en forma bastante parecida sobre los problemas que afectaban el sistema de salud en general. Por otro lado, se habían convertido en compinches casi inseparables para las andanzas nocturnas por los bares de Washington, los boliches y las fiestas, compartiendo también la atracción irresistible que sentían hacia el sexo opuesto. No era infrecuente que tuvieran que acudir a alguna urgencia en el hospital, requeridos por algún médico residente y que tuvieran algún grado de alcohol en la sangre por encima del límite considerado legal para conducir. Pero Arthur siempre se justificaba al explicar que, en la urgencia, “cuando la adrenalina circula por la sangre opaca cualquier otra cosa que esté dando vueltas”.
Arthur y John también colaboraban en varios proyectos de investigación que llevaban adelante en el hospital. Era común verlos juntos durante gran parte del día. Analizaban los reportes, las estadísticas de los pacientes de terapia, los progresos de sus investigaciones. La secretaria de Arthur, Jackie, una negra hermosa de unos cincuenta años, “lamentablemente casada” según John, se encargaba de entregarles puntualmente cada mes, todos los informes y estadísticas sobre lo que ocurría en terapia. John había notado, sobre todo en los últimos meses, que los promedios de internación venían con una tendencia ascendente significativa. Los días de internación, no sólo estaban muy por encima de la media nacional, sino que estaban por encima de la propia media del hospital de los últimos años. Y esto a pesar de los esfuerzos de Arthur por no prolongar las internaciones innecesarias. Le pidió a Jackie que le diera más detalles en los informes y que incluyera los médicos de cabecera en las estadísticas. Cuando obtuvo los datos, su sorpresa fue mayor. Eran tres los médicos clínicos que internaban un gran volumen de pacientes en el hospital y que habían atendido la mayoría de aquéllos con internaciones prolongadas. Si se dejaban fuera de las estadísticas a los pacientes de estos tres médicos los valores cambiaban dramáticamente, incluso ponía a la Terapia a la altura de las mejores del país, por lo menos, en términos de días de internacion y costo por paciente.
John quedó inquieto por lo que leyó. Arthur todavía no había visto los números, pero no le gustarían para nada. Lo llamó inmediatamente por teléfono. Arthur estaba en una reunión del Comité de Infectología.
“Arthur, tenemos que hablar, hay algo importante que quiero mostrarte”, le dijo John con tono preocupado. “Hay algo raro en las estadísticas de Terapia, muy raro. Me huele mal”.
“Ok, ¿qué te parece en mi oficina en media hora? Yo también estoy notando una tendencia preocupante en los informes, pero no tengo idea de cuál es la explicación”, le respondió Arthur en voz baja para no ser escuchado por el resto de los presentes en la reunión.
“Yo creo que tengo alguna idea, te veo en media hora”, le dijo John escuetamente.


CAPITULO 2

La oficina de Arthur se encontraba a pocos metros de la Terapia. Era amplia, con cómodos sillones de cuero para sus visitantes y un escritorio que se había hecho traer especialmente ya que pertenecía a su abuelo y habían estado en la familia por muchos años. Sobre el escritorio una pantalla de computadora, una pila de revistas en un lado y una pila de papeles en el otro, todo bastante ordenado. En una de las paredes lucía colgado un monitor de TV y en otra colgaban los varios títulos que Arthur había ido acumulando a lo largo de su exitosa carrera. Completaba el mobiliario una biblioteca de piso a techo que contenía infinidad de volúmenes y las últimas revistas de medicina crítica. A Arthur se encantaba trabajar en su oficina y pasaba largas horas estudiando y dedicándose a las varias tareas que le demandaba su puesto. No atendía pacientes en consultorio, por lo cual su dedicación a la terapia intensiva era de tiempo completo, como la mayoría de sus colegas en la especialidad.
Luego de su reunión en el comité de infectologia, salió casi corriendo para encontrarse con John. Lo encontró en su oficina saboreando un café que Jackie le había preparado.
“Me has dejado preocupado, John”, le dijo ni bien entró a la oficina. y se sentó en un sillón a su lado. “Veamos los informes”.
Jackie entró con una pila de papeles que John le había pedido. “¿No golpeas la puerta antes de entrar? ¿Es que ya no respetas a tu jefe?”, le dijo Arthur con expresión seria.
“Lo único que voy a golpear es tu cabeza contra la puerta como sigas”, le contestó Jackie con el mismo tono serio. Rompieron los tres en una larga carcajada, ese tipo de bromas era común entre Arthur y Jackie. “Qué te crees,” siguió diciendo Jackie, “ ¿que soy una de esas rubias cabezas huecas con las que tu pierdes el tiempo?”
“Te equivocas, linda, no son sólo rubias, también hay morochas, pelirrojas, negras, orientales, no hago excepciones,” le respondió Arthur siguiendo con el tono de broma. “Vamos, mujer testaruda, tráeme un café a mí también y déjame ver esos informes”.
Jackie salió y se dedicó a estudiar los informes por unos minutos. John le mostró lo que había descubierto. “Fíjate que la mayoría de los datos nos indican que los pacientes de los doctores Cutler, Pine, y Gordon superan ampliamente los promedios de internación de los demás. Si los dejamos afuera, ¡estamos por debajo de la media nacional!”
“No sé cómo explicarlo, pero los datos son claros. Usando análisis estadístico, las probabilidades de que esto sea algo casual son extremadamente bajas. He realizado un análisis estadístico con el test de análisis de varianza (Anova) y los resultados son inequívocos.”
“Veamos cuáles son las posibilidades, John. Pueden tener una población de pacientes con distintas características, más añosos o más enfermos. O pueden tener un umbral más alto para sacar a sus pacientes de terapia.”
“Sí, sí, Arthur, no me dices nada nuevo”, le dijo John impaciente.
“O pueden estar prolongando las internaciones de sus pacientes intencionalmente”, dijo finalmente John en tono sombrío.
“¡Bingo! Eso es lo que yo pienso, Arthur. Ninguna de las otras respuestas lo explicaría. Las otras variables ya están consideradas en el análisis estadístico y no podrían tener un impacto significativo.”
“Por supuesto que esa no es la pregunta importante”, dijo John excitado.
“Claro, la pregunta es POR QUÉ, por qué lo hacen. Esto no me gusta nada, John. Y por lo que veo en los reportes, esto ha estado sucediendo desde hace tiempo, por lo menos, unos cuantos meses, sino años. ¿Cómo es que la gente de Administración del hospital, de Dirección Medica, de Control de Calidad, no nos ha preguntado nada al respecto? Ellos deben tener informes similares a los nuestros, probablemente, algunos informes de auditoría interna todavía más completos.”
“Y me pregunto qué es lo que está sucediendo con los pacientes de sala general, los pacientes en las salas de cirugía, en la sala de traumatología, en la de maternidad…..”
Jackie elevó un tanto la voz para que Arthur la escuchara y entró con el café.
“Acá está, Dr. Gibblons, no sea impaciente”.
“No es eso, nena, te quería pedir que me sacaras los informes del resto del hospital, para empezar la sala general y la sala de cirugía; ¿qué te parece, John, algo más?
“No, creo que con eso tendremos suficiente”.
Jackie se sentó en su escritorio y se puso a trabajar en el pedido de su jefe. Tenía un conocimiento muy minucioso del software que utilizaba el hospital y, a pesar de su complejidad, sabía navegar por sus vericuetos y sacarle todo el provecho. En un rato tuvo listos los informes, los imprimió y se los pasó a John y Arthur. “Espero que esto los entretenga un rato, chicos”.
“Eres una maravilla, nena”, le dijo Arthur y se sumergió en el análisis de los datos. John hizo lo propio con otro fajo de papeles. Al cabo de unos cuantos minutos, en sus caras comenzaron a dibujarse expresiones de perplejidad.
“John, esto se repite en la sala también, los promedios de internación están prolongados mas de lo normal, ¿ves tú lo mismo?”
“Sí, Arthur, ¡esto es en todos lados!”
“Bueno, bueno, pensemos un poco. Podemos estar desatando un ovillo de fraude que no sabemos a quién puede involucrar. ¿Se te ocurre alguna otra posibilidad? Por favor, ¡dime que hay alguna otra explicación lógica para esto!”.
“Lo lamento, Arthur, esto es serio y me parece que acá hay una situación que debe involucrar a varias personas y bien arriba en la cadena de mando. Esto no puede estar sucediendo bajo las narices del gerente general o del director médico, sin que ellos estén ajenos al tema. O de los médicos involucrados para el caso también. Ellos deben ser partícipes, no podría funcionar sin ellos. Pero, qué buscan Arthur, ¿qué es lo que logran?”, le preguntó John con aire inocente.
“¡Dinero! ¡Vamos, John! ¿Qué otra cosa? Esto tiene que ser una organización bien aceitada y bien oculta, de otra manera, no podrían manejarlo sin despertar sospechas. Creo que nosotros nos hemos topado con estos datos y ellos no cuentan con ello. Aunque me suena muy ingenuo, ellos deberían saber que cualquier terapia que se precie de seria y responsable, debe recolectar esta data”.
“Cualquiera que sea el móvil, tiene que involucrar a varias personas, no es posible de otra manera”, asintió John. “¿Qué haremos?”
“Por el momento quiero que no comentes esto con nadie, debemos investigarlo más a fondo. Debemos tratar de averiguar quién está involucrado y cuidarnos de con quien hablamos. Jackie nos dará una mano con la información que necesitemos. Seremos Jackie, tu y yo, nadie más”.
“Ok, Arthur”.
La llamaron a Jackie y le explicaron lo que habían descubierto; hicieron los tres un pacto de silencio y de ayuda y se comprometieron a investigar el asunto lo más discretamente posible.
John salió y se dirigió al segundo piso del hospital adonde tenía que ver un paciente. Mientras entraba por el pasillo salía raudamente el Dr. Richard Maldonado. Parecía turbado, ausente.
“¿Cómo le va, doctor, por qué esa cara?”, le preguntó John en tono de broma.
“Algo anda muy mal, John, muy mal”, le contestó Richard y siguió caminando apresurado sin hacer ni permitir preguntas.


CAPITULO 3

En el piso 12 del hospital, en las oficinas de los ejecutivos y administradores, estaban reunidos el director médico y el gerente general. La vista desde esa oficina era espléndida y se abría hacia la ciudad y a un extenso parque que lindaba con el hospital.
“¡Te dije que quiero esa Terapia llena todos los días, Robert!. Hay tres camas abiertas esta mañana y ninguno de los cirujanos pidió una cama para sus postoperatorios, ¿por qué? ¿Me lo quieres explicar?”, bramó Rashid Kumar, el gerente general del hospital. La ira se reflejaba no sólo en su tono de voz y sus palabras sino también en su mirada y en los gestos de sus manos.
“Tranquilo, Rashid, no podemos tener 100% de ocupación todos los días, es imposible. Ya estamos pasando los límites de lo ético y lo médicamente aceptable con los pacientes que mandamos a terapia. Muchos de los pacientes que tenemos ahí no resistirían el menor análisis de cualquier auditor serio que revise esos casos”, le contestó el Dr. Robert Kaplan, director médico del Hospital, con voz temblorosa e insegura.
“¿Tranquilo? ¿Me dices que me quede tranquilo? Pero te das cuenta de que cada cama vacía de terapia son por los menos dos o tres mil dólares menos que facturamos cada día, ¿te das cuenta? Y me importa un rábano lo ético o lo médico, los dos sabemos que lo que queremos es ganar dinero y eso es lo que quiere el directorio. Así que no me digas que me quede tranquilo. Tú tienes tu tajada bien suculenta en este negocio y eres cómplice, por lo cual haz tu trabajo si no quieres tener problemas. Recuerda lo que le pasó a tu antecesor!”, continuó diciendo Rashid en tono amenazante. El director médico anterior al Dr. Kaplan, el Dr. Richard Maldonado, había muerto en circunstancias poco claras unos días antes: lo habían encontrado muerto en su casa por una sobredosis de morfina. La policía había declarado que era suicidio, pero uno de los investigadores había protestado por varios detalles en la escena del crimen que no concordaban. Por otro lado, el Dr. Maldonado había demostrado una conducta intachable en sus cuarenta años como médico y era muy extraño que usara drogas. Según su hija, poco antes de su muerte, había tenido una reunión con Rashid, quien reconocía tal encuentro, pero no que hubiera sido en términos poco amigables. Luego de esa reunión, Richard había pedido una audiencia con el fiscal de distrito la cual se produciría en unos días. Su muerte había impedido que tal reunión se llevara a cabo. Maldonado era un médico respetado dentro de la institución y se sabía que había tenido diferencias pronunciadas con Rashid desde el momento en que éste se hizo cargo de la gerencia del Hospital. Los detalles de esas diferencias no se conocían bien, pero amigos de Richard sabían que éste pensaba que Rashid era un corrupto que estaba utilizando el hospital para hacer sus negocios. Lo que no sabía Richard era el alcance de los negocios y las siniestras conexiones que Rashid había elaborado. Sabía que algo andaba mal, muy mal, pero recién comenzaba a investigar, recién había encontrado la punta de la madeja y ahora había que desenrollar el ovillo. Desafortunadamente para Richard, su investigación fue muy corta e interrumpida por la muerte, una muerte definitivamente misteriosa. El teniente Caruso sabía que algo olía mal en el caso, pero su jefe le había dado una orden directa: “El caso esta cerrado”. Caruso acató la orden, pero no por mucho tiempo……
Richard Maldonado había guardado una carpeta con documentación que estaba recopilando con datos sobre lo que estaba ocurriendo en el hospital. La carpeta estaba en el placard de su dormitorio, en un cajón disimulado y bajo llave. Nadie conocía su existencia, excepto su hija. Richard vivía solo desde que se divorciara unos años atrás, pero se veía seguido con Josephine, su hija, a pesar de que vivían lejos. Tenían una muy buena relación y el amor típico de padre-hija. Ella se había graduado con un master en economía y ahora trabajaba para una gran corporación, en el área de planeamiento financiero. Su padre la había puesto al tanto de que las cosas no andaban bien en el hospital y de que algo raro estaba pasando. En algún momento, le pidió ayuda para que revisaran algunos extractos financieros del hospital y Josephine notó que algunos datos y números no concordaban.
Su padre le dijo que seguiría investigando y que la mantendría al tanto, pero su muerte interrumpió esos planes.
Richard había notado un sorpresivo aumento en el número de nefrectomías que se realizaban en el hospital. Sobre todo en los últimos tres años. Eso fue lo que primero despertó su atención. Luego, notó que los promedios de internación de los pacientes de ciertos médicos superaban con creces los promedios del hospital y la media nacional. Entre ellos estaban el Dr. Cutler, el Dr. Pine y el Dr. Gordon.
Luego de una reunión del comité de ética del hospital, Richard llevó aparte al Dr. Cutler del cual era amigo desde hacía varios años. “Sam, tenemos que hablar, ¿tienes un minuto?”
“Sí, claro, Richard, pero ¿por qué ese tono tan serio?”, le preguntó Cutler preocupado.
“He estado revisando las estadísticas de los pacientes del hospital y he notado muchas cosas que me han llamado la atención y que no puedo explicar.”
“¿A qué te refieres?”, le preguntó Cutler haciéndose el sorprendido.
“Pues, por ejemplo, los promedios de internación de tus pacientes, son superiores en 3.7 días respecto al resto de los pacientes del hospital”.
“Bueno, tú sabes, Richard, que yo tengo muchos pacientes mayores, muy enfermos”, se atajó Cutler.
“Sí, eso ya lo sé, pero aun corrigiendo los números estadísticamente para todas esas variables, tus promedios de internación siguen siendo ampliamente superiores a la media. Y no sólo eso, también he notado que el número de nefrectomías realizadas en tus pacientes es superior a la del resto”, afirmó Richard con tono inquisitivo, como esperando que el Dr. Cutler le diera una explicación razonable que disipara todas sus dudas. Por el contrario, Sam Cutler comenzó a balbucear con nerviosismo intentando mirar, en un momento dado, los informes que Richard tenía en su mano.
“Pues…eh…tú sabes, Richard, mis pacientes están muy enfermos…tú sabes… eh…mi práctica en este hospital lleva más de 20 años…déjame ver los informes, Richard, estoy seguro de que alguna explicación lógica debe haber.”
“Pues toma estos informes, yo le diré a mi secretaria que saque otras copias.” Y le entregó el manojo de papeles que llevaba consigo.
“¿Has hablado de esto con alguien más, Richard?” le preguntó Sam mientras se alejaba por el pasillo. Richard hizo un gesto negativo. “Bien, por favor, no hables con nadie, dame un par de días para estudiar los informes y luego charlaremos”
“Bueno Sam, pero hazlo pronto, tú sabes que como Director Médico de esta institución debo ocuparme de que los controles y la calidad estén a la altura de lo que la gente espera de nosotros.”
“Sí, claro, no te preocupes, debe haber algún error en algún lado y yo lo encontraré”, se despidió Sam caminando por el corredor.
Richard se quedó parado con una sensación extraña, la reacción nerviosa de Sam le había llamado la atención. Algo estaba ocultando.
El Dr. Sam Cutler llegó prácticamente corriendo a su despacho, pasó frente al escritorio de su secretaria sin dirigirle la palabra y se encerró en su oficina. Tomó el teléfono y discó. El teléfono sonó un par de veces y atendieron.
“Rashid, tenemos que hablar, tenemos serios problemas, Richard Maldonado lo sabe todo”, comenzó Sam Cutler con vos temblorosa.
“Pero eres un idiota, no son cosas para hablar por teléfono. Ven a mi oficina y lo hablaremos personalmente”, le ordenó Rashid de muy mal modo.
“Ya voy para allá”, le dijo Sam y colgó el auricular. Salió raudamente de su oficina y se encontró con Rashid. Le explicó la conversación que había mantenido con el Dr. Maldonado y le entregó los informes que éste la había dado.
“Maldición, este entrometido está poniendo las narices donde no le corresponde”, dijo Rashid con tono de furia.” ¿Te dijo algo más, alguien más ha leído esto?”
“No, me dijo que todavía no lo había compartido con nadie. Quedamos en volver a charlar sobre el tema una vez que yo analizara los datos y le pudiera dar alguna explicación lógica, pero no esperará más de dos o tres días para conseguir más respuestas. ¡Dios! ¿Qué haremos, Rashid? ¿Qué haremos? Esto puede ser el fin de mi carrera y puede enviarnos a la cárcel por mucho tiempo”, respondió Cutler entrando en pánico.
“Tranquilo, tranquilo, deja esto en mis manos. El Dr. Richard Madonado no estorbará nuestros planes. Yo hablaré con él. Tú sigue actuando como si nada y no te reúnas con él, sólo espera mis instrucciones”.
Debía actuar rápidamente, no podía permitir que el Dr. Maldonado hablara con nadie más. Ni bien salió Cutler de su oficina, Rashid llamó a Richard a su celular. Richard se encontraba en el auditorio del hospital, a punto de dar una charla a los médicos residentes. “Richard, debemos reunirnos cuanto antes, hay algunos temas que debemos charlar. ¿Podrías venir a mi oficina?”
“Lo siento, Rashid, estoy por dar una conferencia para los residentes y luego debo salir corriendo para encontrarme con mi hija, vamos a cenar juntos. ¿Es algo muy urgente? ¿No puede esperar hasta mañana?”
“Sí, claro Richard, no te preocupes, pero te quiero ver mañana a primera hora.”
“Ahí estaré, Rashid”, le contestó Richard escuetamente y comenzó a dar su conferencia.
Se encontró con su hija en un elegante restaurante del barrio de Adams Morgan, un pintoresco vecindario ubicado en el corazón de Washington que en los últimos años se había puesto de moda, con sofisticados bares, exclusivos clubes bailables y restaurantes de la más variada cocina internacional.
Richard charló animadamente con su hija y luego se dirigieron a su casa para tomar el café. Cuando llegaron, Josephine se encargó de preparar el café mientras su padre revisaba unos papeles. Se sentaron en uno de los sillones del living que daba a una espectacular vista del jardín. Richard vivía en el aristocrático barrio de Chevy Chase y su casa estaba al nivel de las mansiones de los alrededores.
Mientras saboreaban el café, Richard le mostró los papeles del hospital. “Esto me huele mal hija, ¿recuerdas esos extractos financieros que estuvimos revisando el otro día? Bueno, creo que acá está la explicación”.
Y pasó a resumirle lo que los informes estaban indicando. “Esto puede ser muy grave, Josephine. Voy a guardar estos papeles y los que estuvimos viendo el otro día en mi caja del placard, tú tienes la llave por cualquier cosa”.
“Sí, papá, me parece que te estás metiendo en algo muy serio, ¿no crees que deberías informar a alguien de todo esto?” le dijo Josephine visiblemente preocupada.
“Mañana tengo una reunión con el gerente general del Hospital. Veremos si está al tanto del problema y qué me puede decir. Mientras tanto no quiero que hables con nadie de esto, ¿me entiendes, hija?”
“Sí, papá, lo entiendo. Pero, por favor, cuídate y no dejes de mantenerme al tanto. Llámame en cuanto sepas algo más”, le pidió su hija.
Se despidieron con un beso; no imaginaba Josephine que sería el último beso que le daría a su padre.
A la mañana siguiente, se reunió con Rashid. Lo recibió en su oficina con un café y una donas deliciosas que su secretaria encargaba en una panadería de la zona.
“Hola, Richard, ¿cómo van tus cosas? Creo que estás haciendo una buena labor como Director Médico”, lo recibió Rashid. “Tu tono de falsa cortesía no me engaña”, pensó para sus adentros, Richard.
“Me alegro que así lo pienses. ¿Cuál era el tema en particular que querías que conversáramos?” le dijo Richard para ir al punto sin rodeos.
“Bueno, Richard, tú sabes que el hospital ha crecido mucho en estos últimos años, pero hemos crecido en forma algo caótica y ahora debemos organizarnos un poco”, comenzó diciendo Rashid. “Nuestros controles deben ser más estrictos y quiero que me ayudes a conseguirlo. De lo contrario, podremos tener problemas”.
“Vaya que tenemos problemas, Rashid, el hospital tiene serios problemas”, le contestó Richard en tono poco amistoso.
“¿A qué te refieres, Richard”, preguntó Rashid haciéndose el sorprendido.
“He estado revisando estadísticas de internación y otros datos de nuestros pacientes y, francamente, no veo cómo los seguros de salud no se están preguntando qué es lo que estamos haciendo con sus pacientes y por qué les sale tan caro atenderse en este hospital.”
“Pues, por eso, quería que habláramos, Richard, debes ayudarme con esto”, dijo Rashid en tono conciliador.
“El problema, Rashid, es que debes explicarme cómo es que nadie de administración, de la oficina de auditoría, de control de calidad y demás comités que funcionan en el hospital, nadie, ha informado ni han planteado lo que está ocurriendo. Parecería que hay un gran fraude llevándose a cabo, pero nadie se da cuenta o nadie lo reporta.”
“No deberías sacar conclusiones tan apresuradas, hay errores, pero los iremos subsanando con el tiempo.”
“Es que, ¿no entiendes, Rashid? Acá, está ocurriendo algo grave y si tú no lo sabes, ¡o eres un idiota o eres parte del problema!”
“Richard, no seas tan apresurado. Esto es un negocio y hay mucha gente involucrada”, comenzó diciendo Rashid en tono defensivo.
“¿Un negocio? ¿Me quieres decir que hay un negocio detrás de todo esto?”
“Tú puedes ser parte de él, Richard, si estás dispuesto a colaborar con nosotros, nos puede ir muy bien a todos.”
“No quiero ser parte de nada, Rashid”, lo atajó Richard. “Quiero saber qué es lo que está pasando y si no tengo respuestas en un par de días, deberé comunicarme con el fiscal de distrito o informar a alguien en la justicia”.
“Si esto es una amenaza quiero que lo pienses muy bien, Richard, hay mucha gente importante que tiene intereses en esto, no te cruces en su camino porque puede peligrar tu puesto y tu posición dentro de este hospital”, le dijo enérgicamente Rashid.
“¿No es eso una amenaza de tu parte? Me interesa un cuerno mi posición dentro de este hospital si es que hay algo fraudulento llevándose a cabo”, Richard comenzó a incorporarse como dando por terminada la reunión.
“No hagas nada apresurado, Richard, puedes lamentarlo”, le advirtió Rashid. “Dame cuarenta y ocho horas y veremos la forma de arreglarlo”.
“Tienes dos días”, se despidió Richard sin más y salió de la oficina.
De paso hacia su oficina, se detuvo en el segundo piso para revisar una historia clínica. Se cruzó en el pasillo con el Dr. John Lewis, el jefe de residentes. Le hizo un comentario rápido y siguió su camino.
CAPITULO 4

Luego de la reunión con Rashid, Richard quedó muy alterado. El tema le rondó la cabeza durante todo el día. Había una conspiración que podía adquirir proporciones insospechadas si lo que estaba pensando estaba en realidad ocurriendo y si las personas involucradas eran las que aparentaban ser.
Se dedicó a finalizar sus tareas y luego se sentó en su oficina. Se quedó pensativo un rato largo, sopesando las alternativas del asunto que tenía entre manos. Casi al final del día, levantó el teléfono y le pidió a su secretaria, Julia, que lo comunicara con el fiscal de distrito. La conversación fue breve y quedaron en reunirse en los próximos días. Agendó la reunión en su calendario.
Richard se quedó en su oficina hasta casi entrada la noche y luego se dirigió a su casa. El tráfico estaba pesado, pero ni se dio cuenta, enfrascado como estaba en sus pensamientos. Cuando llegó a su casa, puso música y se preparó un trago. Tenía varias carpetas más que había traído del hospital y las guardó en su caja fuerte. Puso en el horno una fuente de comida que su hija le había preparado y se metió en la bañera para darse un baño de inmersión. Lo ayudaría a relajarse un poco y a ordenar su cabeza.
Se recostó bajo el agua, apoyó la nuca en el borde y su mano sosteniendo la copa afuera de la bañera. Escuchó un ruido que parecía provenir de su cuarto. Había dejado las ventanas abiertas, probablemente fuera el viento. Dejó su copa en el borde de la bañera y se sumergió completamente. Se quedó unos segundos bajo el agua con los ojos cerrados, casi flotando. Sintió un golpe terrible en la cabeza que provocó que la golpeara contra el fondo de la bañera; quedó totalmente aturdido. Se encontró inmovilizado, con una mano sujetándole la cabeza. Otro golpe le paralizó el abdomen. Entre mareado y dolorido, poco pudo hacer para zafar de su agresor. Intentó aferrarlo con sus brazos, pero su rival era demasiado fuerte. Sintió un pinchazo en el brazo y algo que le quemaba en las venas. La hipoxia, la hipercapnia y la morfina se apoderaron paulatinamente de su cerebro y sus centros vitales se fueron desvaneciendo. Fue una muerte traumática, como lo habían sido sus últimas horas. Por desgracia para el Dr. Maldonado, se había topado con algo muy tenebroso, con personajes inescrupulosos y su vida no era más que un escollo. No había siquiera visto la cara de su verdugo, pero en sus últimos instantes de lucidez llegó a pensar que esto tenía que ver con el hospital, lo habían mandado a matar.
A la mañana siguiente, su secretaria comenzó a llamarlo desde temprano. Tenía varias reuniones agendadas y estaba llegando tarde. No era común que el Dr. Maldonado llegara tarde a ningún lado, y menos que no avisara. No contestaba ni su celular, ni en su casa, ni su radiollamado. Para el mediodía, la preocupación de la secretaria ya era mayor. Se comunicó con Josephine y le preguntó si sabía algo de su padre. Josephine se alarmó enseguida, conociendo como conocía a su padre. Algo estaba mal, terriblemente mal. Llamó desesperadamente a los teléfonos de su padre sólo para escuchar el contestador automático. Se comunicó con la policía y salió en su auto hacia la casa de su padre. No quería admitirlo, pero presentía lo peor.
Llegó unos minutos antes que el patrullero y se encontró con su padre muerto y la casa revuelta completamente. Le tocó la cabeza, le agarró la mano, pero sabía perfectamente que podría estar ante la escena de un crimen, por lo cual trató de dejar todo como estaba. Se sorprendió de su propia lucidez en un momento tan terrible. Se puso a llorar desconsoladamente. El pensar que su padre no estaría más en su vida era una realidad muy triste y angustiante. Mientras se encontraba arrodillada junto a la bañera pensó en la última comida con él, en la devoción que sentía por su padre…y en aquellos papeles que le había confiado y que estarían en la caja fuerte. Su mente se despejó como por arte de magia y corrió hacia el placard de su padre. La casa era un revoltijo, cajones, ropa y todo tipo de cosas tiradas por todos lados. Por suerte, la caja estaba bien disimulada y Josephine la encontró cerrada. La abrió rápidamente con su llave y sacó todo lo que había en ella, salvo el dinero. Corrió ahora hacia el living donde había dejado su cartera. Por fortuna, tenía una cartera grande, estilo bolso. Metió todos los papeles en ella y la cerró. Se la colgó del hombro al mismo tiempo que sonaba el timbre. Atendió la puerta y dejó pasar a la policía. Sus lágrimas todavía caían profusamente por su rostro, mientras les señalaba en dirección al baño. Luego de la revisación de rutina, se le acercó un hombre de mediana edad, con aspecto algo desaliñado. “Soy el teniente Caruso de homicidios”, y le tendió la mano.
“Soy Josephine, la hija del Dr. Maldonado” le dijo todavía en llanto. “¿Es esto un homicidio?” le preguntó Josephine con sorpresa algo fingida.
“Cuando llegue el forense lo sabremos mejor, pero a esta altura no podemos descartar nada”, respondió Caruso. “Lamento mucho lo de su padre,” se dio cuenta de que todavía estrechaba la mano de Josephine. La dejó con reticencia, Josephine era una mujer muy atractiva a pesar de estar deshecha en llanto y corrido su maquillaje. “¿Tenía su padre enemigos o alguien con quien tuviera problemas?”
Josephine pensó la respuesta unos minutos, tratando de aparentar que su mente buscaba lo que Caruso le había preguntado. Pero en realidad estaba debatiendo si debía ponerlo al tanto de lo que estaba pasando en el hospital. Llegó a la conclusión de que primero sería mejor que ella misma revisara todo y luego lo decidiera.
“No, no que yo sepa. En estos últimos tiempos, estaba preocupado con el hospital, pero nada específico.”
“No quiero molestarla en este momento, Srta. Maldonado, alguien la acompañará a su casa. ¿Puedo llamarla mañana para que conversemos un rato?”, le preguntó al entregarle su tarjeta. “Déme un llamado mañana por la mañana para fijar una hora en que pueda atenderme”.
“Sí, cómo no, teniente, es usted muy amable, nos veremos mañana.”
Se fue rápidamente acompañada por un policía.
Llegó a su casa, se sirvió un tequila, lo tomo de un sorbo, encendió un cigarrillo y se sentó en la sala. Desplegó los papeles de su padre y se puso a revisarlos. No tenía hambre, a pesar de que no había comido casi nada durante el día. Los papeles eran complicados y le iba a llevar tiempo analizarlos y entenderlos completamente. Pero se quedó casi hasta las tres de la mañana. Al final, cayó exhausta.

CAPITULO 5

Quince días después, Josephine se encontraba en el hospital en la oficina de su padre. Le había entregado al detective Caruso la agenda de su padre en la cual figuraban las reuniones que había tenido su último día. Se la había pedido a la secretaria al día siguiente del asesinato donde pudo constatar esa reunión con Rashid. Pensó que era un buen dato para que investigaran y, de todas maneras, el detective seguramente la solicitaría en algún momento.
La secretaria de su padre había trabajado con él por muchos años y conocía a Josephine prácticamente desde que era una beba. Durante su niñez había visitado a Julia asiduamente. Su padre la llevaba al hospital y la dejaba con Julia con quien se pasaba horas jugando o ayudándola en su trabajo. Le encantaban esas mañanas de sábado, recorrer los pasillos del hospital con su padre a quien todo le mundo saludaba y trataba amablemente.
“Josephine, tu padre estuvo muy preocupado en sus últimos días. Jamás lo había visto así, tan nervioso y pensativo. Creo que descubrió algo malo dentro del hospital, me había pedido varios informes y datos en las últimas semanas.”
“Sí, lo sé Julia, estoy investigando los papeles de papá y creo poder averiguar quién fue el asesino, pero necesito tu ayuda.”
“Sí, claro, te ayudaré en lo que sea. ¿Pero no crees que deberías dejar a la policía el trabajo?” le dijo Julia un poco alarmada.
“En cuanto tenga el panorama más claro, por supuesto que serán ellos los que intervendrán. Por otro lado, no creo que tarden mucho más en averiguar las cosas por su lado,” la calmó Josefine.
“El teniente Caruso ha estado por acá un par de veces. Me dijo que la autopsia no había sido concluyente, se habían detectado dosis grandes de morfina y los traumatismos que podrían haber sido por una caída. Sus jefes le han dicho que, por ahora, no hay nada más que investigar, pero él no daba por vencido.”
“Sí, lo sé. Ven, vamos a la oficina de papá. Necesito que me ayudes a descifrar alguna cosas,” le pidió Josefine y entraron a la oficina y se acomodaron en los sillones. Pusieron la laptop de Richard sobre la mesa y desplegaron los papeles. Se quedaron unas cuantas horas y Josefine fue haciendo anotaciones y cargando un documento en la computadora. Consumieron varios cafés y galletas. A medida que revisaban juntas todos los informes fueron comprendiendo el asunto que estaba desenrollando Richard.
La conspiración debía envolver varios personajes importantes del hospital. No podía pasar todo lo que suponían que sin que alguien lo estuviera dirigiendo.
Habían detectado varios médicos y algunos miembros de la administración del hospital, incluyendo Rashid, el CEO, relacionados con la situación.
“Julia, esto es muy grave y puede ser peligroso. Tú estás en el medio de la tormenta. ¿No quieres tomarte unas vacaciones lejos de aquí?”, le dijo Josefine con gesto preocupado.
“Es una excelente idea, niña, sólo que jamás te dejaría sola en esto”, respondió Julia sin dejar mucho lugar para la negociación.
“Sólo te pido que te cuides, ¿podrías mudarte de tu casa aunque sea por unos días?”, le preguntó Josefine ansiosa. Julia vivía sola desde que su marido falleciera cinco años antes y su hijo se mudara a Copenhagen por trabajo.
“Sí, claro, hablaré con mi hermana y le diré que voy a pasar una temporada con ellos, no te preocupes”, dijo Julia en tono tranquilizador.
Golpearon la puerta de la oficina y se sobresaltaron. No se habían dado cuenta de cómo habían pasado las horas. Julia se levantó a responder. Era John, el jefe de residentes.
“¿Cómo va eso, John? ¿A qué debemos tu visita?”, lo recibió Julia.
Se saludaron con un beso y lo mismo con Josefine. Se conocían de las varias reuniones de la comunidad del hospital.
“Estamos trabajando con Arthur en algunos informes de internación del hospital y necesitaríamos tu ayuda.” Miró de reojo y vio los papeles desplegados en la mesa de la oficina. Se dio cuenta de que estaban trabajando en algo muy similar. “Julia, ¿están trabajando en lo que creo?” exclamó John con sorpresa.
“¿Y tú que sabes de todo esto?”, intervino Josefine. “Mi padre tenía varios informes que lo tenían preocupado”, dijo con cautela. Era peligroso hablar con cualquiera ya que no sabían quién podía estar involucrado.
“No es mucho lo que sé, pero estuvimos analizando los informes de internación del hospital y hay muchas cosas que no encajan, como si un gigantesco fraude estuviera ocurriendo bajo nuestras narices. Pacientes que tienen internaciones prolongadas, procedimientos innecesarios, auditorías que no auditan, en fin, un sinnúmero de irregularidades. No estamos seguros de cómo se han producido y, lo que es más, nos preguntamos cómo es que nadie ha caído en la cuenta de ellas hasta ahora.”
“Creo que mi padre había descubierto algo y por eso está muerto”, dijo con tristeza y un odio contenido.
“Pero, Josefine, ¡ésa es una acusación muy grave! Aunque no sé si puedo estar en desacuerdo contigo. Hemos llegado prácticamente a la misma conclusión con Arthur luego de mirar cuidadosamente algunos informes que hemos investigado. Algo malo está pasando, pero no sabemos bien el alcance y quién está involucrado.”
“Bueno, John, es muy tarde ya, te propongo que nos reunamos en los próximos días y hagamos un resumen de lo que tenemos,” dijo Josefine con vos cansada. Realmente estaba agotada. Solo quería ir a su casa y descansar.
Se despidieron y Josefine se dirigió al estacionamiento del hospital. Casi detrás de ella, caminaba John. Josefine dio vueltas durante unos minutos sin poder encontrar su auto. “¡Que raro! Pensé que lo había dejado por acá”.
“¿Qué pasa, Josefine? ¿Te ayudo? ¿No recuerdas dónde dejaste tu auto?” se acercó John.
“Estoy segura de que estaba en esta fila; hablaré con el guardia de seguridad, tal vez, haya visto algo”. Se dirigió a una casilla adonde estaba el guardia y le explicó el problema. El guardia pensó un momento y luego le dijo que estaba casi seguro de que había visto salir un auto como el suyo hacia una hora, pero no podía recordar quién lo conducía.
“Alguien se ha llevado mi auto, debo avisar a la policía.” Sacó el celular de la cartera y marcó el 911. Le hizo una descripción del auto y la operadora le dijo que enviaría una patrulla. Josefine le pidió que fueran a su casa.
John se ofreció a llevarla; estaba visiblemente alterada y aceptó el ofrecimiento. Tardaron una media hora en llegar pues, por suerte, el tráfico estaba liviano.
Cuando estaba por bajar del auto, lo invitó a John a tomar un café. “Sería un gusto, pero no quiero que te sientas obligada”, le respondió John cortésmente.
“No es problema, realmente, me vendría bien una buena compañía en estos momentos.”
Se bajaron del auto y Josefine vio su auto estacionado en la puerta de su casa. Estaba todo abollado y con pintura roja en los vidrios. En el vidrio delantero, se leía una inscripción, también en pintura roja. “Mantente afuera perra” era todo lo que decía. Miraron alrededor, la calle desierta. “Subamos a casa, por favor”, le dijo Josefine con voz preocupada, pero John pensó que, a pesar de las circunstancias, esta mujer irradiaba una fortaleza inusual. Diversos sentimientos se mezclaban en ella en esos momentos: tristeza, inseguridad, miedo, sed de venganza y justicia y sobre todo, soledad.
Mientras Josefine preparaba el café, sonó el timbre; era la policía. Hablaron con Josefine unos minutos, les ofreció un café, pero estaban apurados, anotaron lo esencial y le dijeron que se llevarían el auto para procesarlo para buscar evidencias.
Quedaron nuevamente solos, Josefine y John. No se conocían mucho, pero siempre se habían acercado en las reuniones y mantenido charlas interesantes, sobre la vida, el trabajo, los planetas, de todo un poco. Nunca habían salido, John había tenido hasta unas semanas antes una novia de larga data. Pero ahora ahí, sentados los dos solos y disponibles. Comprobaron, casi al mismo tiempo, que se gustaban y que también habían disfrutado las pocas ocasiones que habían podido compartir. No era el mejor momento para el romance, pero se dio así. Comieron algo y tomaron vino mientras compartían lo que habían descubierto en el hospital. Finalmente, se acostaron, se amaron pasionalmente y se quedaron dormidos.
Durante el desayuno, discutieron los pasos a seguir. El primero sería reunirse con el grupo que estaba al tanto y que incluía a John, Josefine, Julia, Arthur y Jackie. Y luego de poner el caso en orden, debían hablar cuanto antes con el fiscal. Se despidieron.
Josefine se dedicó a hacer trámites, entre ellos, sacar copias de todos los documentos que tenía, ponerlos en un sobre y enviarlos a su abogado. Debía escribir una carta con instrucciones. Se sentó en un Starbucks a tomar un café y escribir la carta. Había mucha gente, pero encontró un rincón perfecto contra una ventana. Las instrucciones no eran muy complicadas, sólo consistían en que enviara el material al juez Jeremy Maier en caso de que algo le sucediera a ella.
Terminó de escribir y se quedó sentada mientras saboreaba el café, y otro café, y otro. Se iba haciendo claro en su cabeza cómo era el esquema de la conspiración que se estaba consumando en el hospital. No era seguro quiénes podían estar involucrados, pero era altamente improbable que Rashid como gerente general, como así también el director financiero, el director médico, el gerente de auditorías y algunos médicos no estuvieran al tanto. La pieza clave era Rashid; sabía que era un personaje turbio y cada vez lo confirmaba más. Debía ser el responsable de la muerte de su padre. A medida que sus ideas se fueron clarificando, se hizo evidente que todas las conexiones apuntaban a Rashid. Comenzó a canalizar su odio en él y, para cuando dejó el bar, ya tenía un plan en la cabeza para descubrirlo y vengarse. No era muy elaborado, pero no le importaba demasiado, estaba devastada por lo de su padre y, en ese momento, sólo quería venganza.
Echó el sobre en el correo se dirigió a su casa. Sabía que su vida corría peligro, por lo que había decidido no quedarse quieta y salir de su casa. Se quedaría en un hotel y vería cómo seguir y, en algún momento, debía buscar un arma que tenía guardada en una caja de seguridad de un banco. La iba a necesitar para confrontar a Rashid; ése era el plan, ése era todo el plan. Preparó un bolso con cosas esenciales y se marchó rápidamente, no sin antes recordar con cierta sonrisa, el amor de la noche anterior.
Caminó un rato largo y luego se tomó un bus a la zona de Georgetown. Se registró en un simpático hotel de la zona bajo un nombre falso y pagó dos noches por adelantado y en efectivo; no usaría sus tarjetas de crédito por los próximos días para evitar ser rastreada.
Mientras tanto, John se dirigía al hospital y, mientras conducía, se comunicó con Arthur. Le explicó lo que había ocurrido y arreglaron para reunirse al día siguiente con el grupo. Arthur le pidió a Jackie que ordenara todos los papeles para la reunión.
Cuando estaba entrando en el hospital, John recibió una llamada en su celular. “Hay muchos problemas, John, debemos actuar con rapidez”, le dijo la voz.
“Lo sé, estaba por llamarte, dame un par de horas y luego te llamo, creo que podemos solucionarlo”, y colgó.
John entró al hospital y se dirigió a la oficina de Arthur. Lo encontró sentado en su computadora imprimiendo unos documentos. “Arthur, esto se pone cada vez peor. Anoche estuve en la casa de Josefine y la están amenazando, le robaron su auto y luego lo devolvieron todo pintado con amenazas. Creo que estamos en peligro y no deberían vernos juntos en el hospital con Josefine. Debemos reunirnos en algún otro lugar, conozco un discreto restaurante en la calle 16 que sería perfecto, sin miradas indiscretas”.
“No es una buena zona de la ciudad, John, ¿estas seguro?”, preguntó Arthur algo contrariado.
“No te preocupes, no es una linda zona, pero es seguro, ¿te parece bien a las 19?”
“Sí, claro, le avisaré a Jackie y a Julia, tu encárgate de avisarle a Josefine”, le dijo Arthr levantándose.”Debo ir a Terapia, luego hablamos.”
John llamó a Josefine y le comunicó la decisión sobre la reunión del grupo. “Nos reuniremos mañana en Bistró en la calle 16, a las 19 hs”.
“¿Por qué el cambio? ¿No es mejor reunirnos en el hospital? Tenemos toda la data ahí,” preguntó Josefine algo sorprendida por el cambio.
“Lo hemos pensado con Arthur y nos parece que lo mejor es encontrarnos fuera del hospital. Tú estas amenazada, Josefine, no puedes arriesgarte a que te vean nuevamente en el hospital. No te preocupes, reuniremos la evidencia y decidiremos cómo proceder.” John usaba un tono tranquilizador.
“Bueno, John, nos veremos mañana”, se despidió Josefine.
“Cuídate mucho, nena”


CAPITULO 6

El teniente Caruso había progresado muy poco en la investigación. Luego de la orden de su jefe, prácticamente, se había dedicado al caso sólo en su tiempo libre, tenía mucho trabajo y no podía dedicarle todo el tiempo que hubiera querido. Pero sabía que la muerte del Dr. Maldonado no había sido accidental y el informe de las amenazas a Josefine sólo confirmaba sus sospechas. Debía conseguir más evidencia. Durante sus visitas al hospital, la secretaria del Dr. Maldonado había sido muy amable, pero por alguna razón, muy reservada. Le había informado sobre las actividades del doctor durante los últimos días, le había mostrado su agenda y le había dejado entrever que estaba investigando algo que estaba sucediendo dentro del hospital, posiblemente fraudulento, pero no le había dado más detalles, alegando que era todo lo que sabía. Podía ser verdad, pero para seguir investigando debía ver los archivos y revisar las computadoras y, por supuesto, para hacerlo necesitaba una orden judicial. Nunca la conseguiría mientras siguiera fuera del caso y éste siguiera rotulado como un suicidio. Por ahora estaba estancado.
El llamado de Josefine le había dado nuevas esperanzas. Le había comunicado que tendría una reunión esa misma noche con la gente que la estaba ayudando a investigar la muerte de su padre. Y que después de esa reunión lo llamaría para reunirse con él. Caruso le dijo que estaba preocupado por ella, que quería verla antes y ponerla bajo custodia policial, pero Josefine no quiso saber nada. No pensaba que la policía pudiera garantizar su seguridad, que lo mejor para ella, por ahora, sería seguir oculta y en movimiento. Al cortar la comunicación, Caruso pidió a la central que rastreara la llamada de Josefine. Tenía la esperanza de localizarla o, por lo menos, tener laguna pista de su paradero. El llamado procedía de un teléfono público localizado en la calle K, seguramente algún bar o restaurante de los muchos que había en el área. No tenía sentido investigarlo, Josefine probablemente ya no estaría en esa zona. Pidió que le pasaran la localización del celular a través de la compañía telefónica, pero seguía ubicado en su departamento. Ella lo había dejado ahí y estaría usando alguno descartable. Efectivamente, Josefine se había comprado un teléfono barato que usaba con una tarjeta prepaga y que era imposible de rastrear. No podía localizarla por el momento hasta que ella lo decidiera, por lo cual sólo le quedaba esperar.
Josefine estaba nerviosa, atemorizada, pero con una férrea voluntad de resolverlo todo y vengar la muerte de su padre o, por lo menos, poner a los responsables tras las rejas. Luego de hablar con Caruso, terminó su copa en el bar y salió a caminar un rato. Quería despejar su mente y planear los próximos dos días. Caminó casi una hora, mirando por sobre su hombro repetidamente. Estaba comenzando a nevar y el frío se hacía sentir. En un par de horas más, el transito se haría pesado ya que comenzaría la hora pico. El transporte público también se pondría difícil, con los pasajeros haciendo fila para subir a los micros o el subte. Decidió que era un buen momento para buscar el revolver que tenía guardado. Era un Mágnum 357, un arma poderosa, que su padre le había regalado al cumplir veintidos años. “Espero que nunca la necesites, pero si llega ese momento sabrás que hacer”. Y le enseñó a usarla durante los fines de semana que pasaban juntos en la cabaña de su padre en las montañas de West Virginia. Luego de unos meses, Josefine registró el arma a su nombre y sacó la licencia de portación de armas. La guardó en la caja de seguridad de su banco y nunca la sacó. Hasta ese momento.
El banco quedaba en Arlington, un suburbio de Washington DC que quedaba en el estado de Virgina, cruzando el Potomac, justo frente a Georgetown. Había abierto esa cuenta hacía varios cuando vivió en Arlington, antes de mudarse a su actual departamento. La había mantenido más que nada por la caja de seguridad, en la cual también conservaba algunas joyas y documentos de familia, como así también cincuenta mil dólares en efectivo, algunos euros y unos certificados de acciones que su abuela le había regalado y que hoy en día tenían un valor suculento.
Se bajó del ómnibus y caminó unas cuadras hasta el banco. El oficial de cuenta la recibió y la acompañó hasta la caja de seguridad. Tenían un doble juego de llaves, una quedaba en el banco y la otra con el cliente. Procedieron a insertar las dos llaves y abrieron la casilla que contenía la caja. El oficial se retiró y la dejó sola. Josefine abrió la caja y revisó el contenido, estaba todo ahí tal cual lo había dejado. “Debo mandar esos certificados a mi broker”, pensó. Tomó el arma y cinco mil dólares en efectivo y los guardó en su cartera. Tomó nuevamente el autobús de regreso a Washington. Ya la nieve caía más copiosamente y las calles se cubrían de blanco. Se dirigió al hotel y decidió mudarse a otro hotel. No parecía que nadie la vigilara, pero cuanto más se moviera, más difícil sería que la encontraran.
Recogió su pequeño bolso de la habitación y se retiró. Se dirigió a un hotel en la zona de Bethesda, en el norte de la ciudad. Había parado ahí hacía varios años cuando recién llegó a la ciudad y debía esperar unos días hasta que su departamento estuviera listo. Le trajo gratos recuerdos de esas épocas, en realidad, no tan lejanas. Comió algo en el restaurante del hotel, el mismo donde cenara con su padre la noche de su llegada. Luego se dirigió al bar para una copa. Había algo de gente, pero una atmosfera relajada y tranquila. Un pianista amenizaba la velada con música suave y una pareja bailaba como en otro mundo en el medio del bar, como si no existiera nada más a su alrededor. El resto de los huéspedes charlaban apaciblemente. Se dio cuenta de que estaba exhausta. Terminó su bebida, pagó la cuenta y se dirigió a la habitación. Se dio una ducha reconfortante y se recostó en la cama. Sacó el arma de su bolso y se cercioró de que estuviera cargada, le puso el seguro y la volvió a guardar. Encendió la televisión, una costumbre que tenía desde que vivía sola.
Mañana sería un día clave y debía estar fresca y descansada. Luego de unos minutos, se quedó profundamente dormida.


CAPITULO 7

Josefine se levantó temprano y pidió el desayuno en la habitación. Le trajeron la bandeja junto con el periódico y desayunó mientras leía el diario. En las páginas interiores del diario, vio una noticia que le llamó la atención. Según una investigación periodística llevada a cabo por una reportera del diario y en la cual se hablaba de los hospitales locales y los problemas que enfrentaban, mencionaba que el Mt Sinai era el que mayor promedio de estadía tenía por paciente y que esta tendencia se había acentuado en los últimos meses a pesar de los esfuerzos de los seguros y el estado por acortar los tiempos de internación y bajar los costos hospitalarios. Era justamente lo que los informes que estaban investigando tan claramente demostraban, pero por causas que no tenían nada que ver con la calidad de atención o la población de pacientes del hospital.
Trató de localizar a John durante la mañana, pero no obtuvo respuesta. Quería confirmar que todo estuviera en orden y que la reunión se llevaría a cabo con todos lo integrantes. Llamó a Julia y ésta le confirmó que se reunirían. “Nos veremos ahí”, se despidieron.
Siguió intentando comunicarse con John, pero sin éxito, le dejó un mensaje para que la llamara en cuanto pudiera.
El Bistró era un restaurante de buena reputación, aunque el barrio de su ubicación se había deteriorado bastante en los últimos años. Pero a pesar de eso, aún conservaba su clientela y la comida era buena, el ambiente agradable, con espacios amplios, decoración ambientada en los años 50 y música suave que se escuchaba por los parlantes. Algunas noches tocaba alguna banda de jazz o algún grupo de blues. Josefine había decidido almorzar ahí para familiarizarse con el lugar. Nunca había ido y no quería estar en un lugar desconocido. Se sentía en peligro y cuanto más precavida fuera, más posibilidades tenía de sobrevivir la conspiración de criminales que sospechaba estaban detrás de la muerte de su padre y que ahora la amenazaban a ella.
Pidió una ensalada y se quedó menos de una hora, pero lo suficiente como para conocer el lugar y sus movimientos. Pasó la tarde vagando por la ciudad y decidió volver al Bistró una hora antes de la hora establecida para la reunión. Quería ver qué gente entraba, si había alguien sospechoso en el lugar, cualquier actividad inusual que indicara que pudieran caer en una trampa. Se sentó en una mesa en un rincón y se dedicó a rever todos los papeles y a ordenarlos. Unos quince minutos antes de las siete pagó la cuenta y salió del lugar.
A las 7 en punto llegó Arthur en su auto acompañado de Jackie y Julia, “las secretarias más lindas y eficientes de todo el hospital y sus alrededores” solía bromear Arthur. Y en honor a la verdad, Arthur probablemente tuviera razón. Si bien ambas ya estaban en sus cincuenta, conservaban los rasgos de la belleza de su juventud y, respecto al trabajo, lo conocían al dedillo y lo hacían muy bien.
Dejaron el auto al valet-parking del lugar y entraron en el restaurante. Se fijó si John ya había llegado, pero no lo vio. Se dirigió a la señorita que los recibió en la entrada. “Tenemos una reserva a nombre del Dr. Lewis”.
Buscó el nombre, pero no encontró la reserva. “Algún otro nombre tal vez”, preguntó la chica.
“¿Dr. Gibbons?” respondió Arthur como adivinando.
“Sí, eso es, Dr. Gibbons, mesa para 5. Pasen por acá, por favor”, y les indicó que la siguieran.
Arthur dejó adelante a las damas y caminó detrás. “Curioso” pensó, “ ¿por qué haría John una reserva a mi nombre? Bueno, seguramente sabía que llegaría más tarde que yo…”
La mesa quedaba en un ángulo del restaurante, un tanto aislada del resto. Era ideal para que pudieran charlar tranquilos, dedicarse al trabajo de recopilar todas las ideas y los datos y armar bien el caso con los responsables y el modus operandi. Se acomodaron y esperaron al resto de los comensales. Pidieron unas entradas y unas copas de vino para ir calmando un poco la sed y el apetito.
Josefine y John llegaron casi al mismo tiempo. Intercambiaron una mirada cómplice, casi imperceptible, pero que no escapó de la atención de Julia. Se saludaron todos y charlaron mientras ordenaban la comida. La cena fue más bien liviana, sabían que debían trabajar durante un buen rato para elaborar las conclusiones y las pruebas que necesitaban. Durante más de una hora miraron papel tras papel mientras Jackie hacía anotaciones. Luego se encargaría de pasar todo en limpio en su computadora. Ya tenían casi todo listo. Habían sacado varias conclusiones de lo que estaba ocurriendo y no era nada bueno. El hospital estaba prolongando internaciones innecesariamente, internando pacientes que no necesitaban ser internados, realizando procedimientos de más, manteniendo pacientes en terapia intensiva con estadías muy por encima de la media nacional, incluso regional, y utilizando procedimientos como nefrectomías más frecuentemente que en cualquier otro hospital del condado. Las implicancias de todo esto eran de todo tipo. Primero, financieras, generando una facturación adicional al hospital de proporciones enormes y, muchas veces, escondidas en una maraña de informes que parecían disfrazar la situación. Pero para que todo esto estuviera ocurriendo, debía haber varias manos en el plato. El CEO del hospital no podía ser ajeno a este manejo, ni el CFO, el director médico, el auditor general, varios médicos del staff y varios gerentes. La conspiración debía ser extensa e involucrar a toda esta gente para que funcionara. Y el asesinato del Dr. Maldonado seguramente se debía a que había descubierto la verdad o estaba por hacerlo, de la misma manera que John, Arthur, Julia y Josefine habían logrado recopilar la misma información.
Elaboraron el borrador de un informe y dieron por terminada la reunión de trabajo. Ahora se tomarían un café y planearían un encuentro con el fiscal de distrito para radicar una denuncia formal.
En eso, John miró su reloj y se levantó de la mesa. “Debo actualizar el parquímetro de mi auto, ya vuelvo”, dijo y salió rápidamente. Casi al mismo tiempo se levantaron dos hombres que estaban sentados en una mesa cercana a la puerta. Algo andaba mal, pensó Arthur, no sabía qué, pero algo estaba mal. Tenía un pensamiento maligno dando vueltas en su cabeza, pero no podía concretarlo. John ya había estado en ese restaurante, fue él el que sugirió ese lugar. Debía saber que tenía valet-parking. ¿Por qué estacionaría su auto en un parquímetro? ¿Y esos hombres que salieron detrás de él?
De repente, se levantó de su silla y agarró a Josefine y a Julia del brazo. “Vamos, debemos irnos de aquí ya, vamos, Jackie, levántate y vamos.” Comenzaron a caminar las tres mujeres con Arthur detrás empujándolas. “Vamos, vamos, a la puerta, salgamos de acá.”
Una explosión a sus espaldas los levantó del piso y los hizo volar un par de metros. Por suerte, ya se habían alejado lo suficiente de la mesa que ocuparan. De otra manera, estarían muertos. El lugar adonde habían comido escasos minutos antes había desaparecido y quedaban sólo agujeros en el piso y en la pared y alguna llamarada con humo. No era una bomba potente, sólo suficientemente poderosa para destruir esa mesa y los que estuvieran en ella. En el restaurante todo era caos, la gente corría hacia la puerta, algunos ayudando a los heridos. Afortunadamente, no parecía haber ninguna víctima fatal. Pero el pánico se había apoderado del lugar. Arthur se incorporó de a poco y ayudó a sus amigas. Afortunadamente, estaban todos bien.
“Arthur, si no fuera por vos estaríamos todos muertos”, le dijo Jackie con lágrimas en los ojos. Josefine lo miró, le dio un beso y le dijo: “Gracias, Arthur, ahora debo irme, por favor, cuida a Julia y a Jackie y no le digas a la policía que estuve aquí”.
“¿Que harás, Josefine? Por favor, nada tonto, esto debe manejarlo la policía.”
“No podemos confiar en nadie…este hijo de perra de John también está involucrado y casi nos matan, Arthur. Debo irme.”
“Sí, lo sé. John planeó este encuentro para liquidarnos, si no hubiera sido así, ya estaría de vuelta”, dijo Arthur con expresión de odio contenido. Su amigo, su colega, su socio en la investigación era un corrupto, un traidor, un asesino. “Vete, Josefine, yo me ocuparé por el momento de hablar con la policía”.
“Debes contarle todo al teniente Caruso y que él se encargue. Adiós”, dijo Josefine y se marchó en medio del tumulto y de las sirenas que ya se acercaban al lugar. Caminó unas cuadras en medio de la noche gélida y luego paró un taxi. Lo hizo dejarla a dos cuadras de su hotel para que no supiera su destino.
Subió a su habitación y, al pasar, por el espejo se dio cuenta de que tenía sangre en la cara y la ropa totalmente desalineada. Se lavó el rostro y se desvistió. Se metió en la bañera y se recostó mientras la llenaba con agua. Se puso a llorar, descargando toda la tensión de los últimos días, todo el trajín vertiginoso en el que se había sumergido desde la muerte de su padre. La imagen de su padre, dulce y dedicado a su hija, a su trabajo, a sus pacientes. Lo extrañaba horrores en ese momento, hubiera pagado el dinero que fuera para refugiarse en su hombro, para conversar con él, para pedirle un consejo. “¿Qué debo hacer, papá?” Los sollozos y la nostalgia por su padre fueron dando paso lentamente al serio problema que tenía por delante. Pero, de a poco, su mente se fue aclarando. Con el agua ya casi al cuello, la espuma de las sales de baño y su aroma, recostada, con la cabeza sobre el borde de la bañera, planeó su actividad del día siguiente.
Pero todo su plan de vida terminaba en la mañana siguiente. Pasado mañana estaba en blanco…

CAPITULO 8

Entró a la oficina de Rashid con su cartera y un manojo de papeles. La secretaria le había dicho que estaba ocupado, pero Josefine fue firme: “Debo verlo ahora, sólo cinco minutos”. Cerró la puerta. Rashid la esperaba parado y se acercó a saludarla. Se sentó en su silla y Josefine en la silla frente al escritorio. Le puso los informes sobre los varios papeles que tenía frente a él. Mientras Rashid comenzaba a mirar los documentos, abrió sigilosamente su cartera que había dejado en el piso y sacó el arma, buscó el silenciador y lo enroscó lentamente. Sacó un rollo de tela adhesiva y lo sujetó con la otra mano. En un movimiento rápido e inesperado, se levantó y caminó hasta ponerse detrás de Rashid, leyendo sobre su hombro los informes.
“¿Qué me dices de esto, Rashid”, preguntó en tono de ignorancia irónica. “¿Puedes explicarme algo?”
“Josefine, debo revisar esto bien, dame unos días”, dijo, dándose vuelta e intentando incorporarse. Josephine le puso el revolver en la sien y la otra mano en el hombro indicándole que se sentara.
“No, Rashid, no tienes ningún día, sólo aquí y ahora”, le dijo Josefine con una frialdad pasmosa. Ni ella misma se reconocía. Le indicó a Rashid que se pusiera una cinta en la boca mientras ella desenrollaba más para ponerle en sus muñecas. Le hizo poner los brazos atrás y los aseguró bien. Lo hizo sentarse nuevamente, le quitó la cinta de la boca y le preguntó nuevamente con la pistola en la sien.
“¿Me explicarás algo de todo esto?”
“No puedo Josefine, créeme que debo investigarlo… tengo que hablar con gente…dame unos días...” intentó Rashid.
Josefine, metódicamente, cortó otro pedazo de cinta y volvió a taparle la boca. Le puso el revolver en la rodilla derecha y miró a Rashid directamente a los ojos que ahora tenían una expresión de horror. Disparó y Rashid saltó de dolor, el pantalón del traje comenzó mancharse con sangre. Esperó unos minutos mientras Rashid recuperaba la compostura.
“El juego es así: tú me vas diciendo la verdad, pero cuando yo pienso que me mientes, te hago volar otra articulación. Y si emites algún sonido que llame la atención de tu secretaria, te volaré la lengua. No te voy a matar, no, quédate tranquilo, pero estarás en un infierno peor. ¿Tú sabes cual es la peor de las lesiones? Mi padre me la enseñó: la sección de la medula a nivel cervical. Creo que no debo explicarte lo que ello produce, ¿no, Rashid? Serías un cuadripléjico por el resto de tu vida”
No esperó la respuesta de Rashid, éste no podía hablar todavía. “Tu conocías a mi padre, ¿verdad, Rashid? Sí, claro, que debías conocerlo, qué tonta soy, si tú fuiste el último que tuvo una reunión con él antes de morir, casi me olvido.”
Rashid se debatía entre el dolor, el terror, la impotencia, el odio. Estaba totalmente indefenso y a la merced de Josefine. Si le revelaba toda la verdad, nada aseguraba que no terminara muerto. Por otro lado, si no le decía lo que quería escuchar, sólo lo esperaría un calvario difícil de soportar.
“Bueno, Rashid, el juego sigue así. Voy a poner mi teléfono a grabar todo lo que me tengas que decir y tú hablarás bien claro y con la verdad, de otra forma ya conoces las consecuencias, ¿verdad, Rashid?”
Rashid asintió. Josefine le sacó lentamente la cinta de la boca mientras la pistola le apuntaba en la boca.
“Por favor, Josefine”, comenzó diciendo Rashid. Josephine le puso el arma en la rodilla izquierda. “No, no espera, te lo diré todo”.
“Muy bien, comienza ya”, ordenó Josefine todavía con el arma en su rodilla.
Rashid habló durante unos minutos con los detalles que cada tanto le iba pidiendo Josefine. “Tu mandaste a matar a mi padre, ¿verdad?”
“Sí, sí, Josefine, perdóname, perdóname”.
“Continua con el relato”, fue todo lo que atinó a decir Josefine ahora con el odio a flor de piel.
Siguió unos minutos hasta que golpearon a la puerta.
“Policía, Sr. Kumar, Josefine, abran la puerta.”. Josefine se puso tensa, pero no tenía mucho por hacer. “Sabemos lo que está pasando, Josefine”.
Dudó unos minutos, jugó con la pistola paseándola por el cuerpo de Rashid, por su boca, sus ojos, su pecho, su estómago, sus testículos…pero el juego había terminado.
Josefine abrió la puerta. El teniente Caruso y dos agentes entraron en la oficina. Se sorprendieron con la escena. Josefine no opuso resistencia y les entregó el arma y la grabación. Rashid pasaría el resto de su vida en la cárcel y su grupo de secuaces lo seguirían con unos cuantos años de encierro cada uno. Por suerte para Rashid, o por desgracia, en Washington DC no había pena de muerte.

CAPITULO 9

Unos días después, Arthur se encontraba haciendo la recorrida de la mañana viendo los pacientes de terapia. Todavía se encontraban internados Joseph y Francesca, esos dos viejitos con los cuales se había encariñado, pero por los cuales poco podía hacer, dado que el Dr. Pine se habia mantenido firme en cuanto a continuar con los tratamientos de sus pacientes. Ahora, con el arresto del Dr. Pine, involucrado en el fraude más grande jamás visto en un hospital de Washington DC y, tal vez, de la nación entera, los pacientes habían quedado bajo el cuidado de Arthur.
Cuando llegó a la habitación de Joseph, se sentó al lado de la cama y comenzó a hablarle, como si Joseph lo estuviera escuchando. “Joseph, tu calvario ha llegado a su fin, a partir de este momento dejaremos de torturarte y podrás vivir o morir en paz. Perdónanos por todo lo que te hemos hecho”. Hizo casi lo mismo al ver a Francesca que también todavía se encontraba internada y sufriendo una agonía interminable. Les dio indicaciones a las enfermeras para que fueran retirando de a poco todos los catéteres y aparatejos que los mantenían con vida. “Sólo medidas de confort”, anotó como orden en las historias clínicas.
Cuando terminó la vuelta, el radiollamado le avisó que tenía un mensaje. Era Jackie que le pedía que se comunicara con ella. Tomó el teléfono de la estación de enfermería y llamó. “Arthur”, contestó Jackie, “tienes una visita”.
“Voy para allá.”
Cuando entró en su oficina, la bella Josefine lo esperaba sentada. ”Hola, Josefine”, la abrazo cariñosamente.
“Hola, Arthur, ¿cómo van las cosas?”, preguntó Josefine afectuosamente.
“Oh, sólo tratando de poner las cosas en orden luego del desastre del hospital. Hemos tenido que contratar gente nueva, me he tenido que hacer cargo interinamente de la dirección médica y ya tenemos un nuevo jefe de residentes para reemplazar a tu amigo John”, dijo Arthur con cierne ironía.
“No me lo recuerdes, por favor, Arthur. Por suerte, ya están todos en la cárcel y aguardando los juicios. Sólo quería venir a agradecerte todo lo que has hecho para ayudarme y lo que estás haciendo por el hospital. Mi padre amaba este lugar y sé que estaría orgulloso de ti”.
“Gracias, Josefine, tu padre era un gran ejemplo para mí y para todos los médicos más jóvenes.”
“Bueno, no te quiero sacar más tiempo, sólo quería agradecerte personalmente”, Josefine comenzó a incorporarse.
“¿No quieres tomar un café uno de estos días o, tal vez, podríamos cenar juntos?”, la atajó Arthur
“¿Me estás invitando a salir? El mujeriego más mujeriego de la ciudad, ¿me está invitando a salir?”, le preguntó Josefine divertida.
“Bueno, no creas todo lo que dicen, Josefine”, comenzó a decir Arthur. “La gente cambia.”
“Veremos, llámame uno de estos días y veremos…”
Se despidieron con un beso. Cuando cerró la puerta Arthur se quedó pensativo. Ya estaba algo cansado de la vida que llevaba, ¿sería Josefine la encargada de cambiarla?
Mientras más lo pensaba, más le gustaba la idea. Josefine no sólo era una mujer hermosa, también había demostrado ser inteligente y tener agallas.
“La gente cambia” repitió queriendo convencerse a sí mismo.